jueves, 24 de enero de 2013

SALVAR EL FUTURO



ALGO MÁS QUE PALABRAS

            La irresponsabilidad  ha cegado nuestra visión del futuro. Vivimos inmersos en una mundanal confusión. Necesitamos desesperadamente salvar vidas humanas, pero también salvarnos de la incertidumbre de un porvenir cada día más complicado. Son los efectos de un problema ético que no acertamos a resolver racionalmente. Ciertamente el diálogo y el debate siempre son fundamentales para llegar a un compromiso de mínimos, bajo una perspectiva global de valores, sin los cuales corremos el riesgo de acrecentar aún más este caos. Desde luego, no se puede salvar el futuro sin responsabilidad, o lo que es lo mismo, sin una sana conciencia de prácticas éticas. Es hora de reafirmar ciertos principios y de eliminar aquello que nos destruye como persona. Los valores no han sido creados por los filósofos o teólogos para sus teorías, sino para ayudar a la humanidad a organizarse y a vivir. Ahí están los derechos humanos para llevarlos a la práctica, para defenderlos a muerte, para reforzarlos y robustecerlos. Necesitamos la cohesión de un mundo cada día más globalizado, sin tener que recurrir a la fuerza, para salvar el futuro que todos nos merecemos.

            Por desdicha, las relaciones internacionales cada día son más dificultosas, en parte porque los valores universales no se consideran. Tantas veces ejercemos la irresponsabilidad con compromisos adquiridos, como puede ser la de hacer realidad los derechos humanos básicos y satisfacer las necesidades humanas, que corremos el peligro de olvidarnos de que somos ciudadanos de un mismo planeta. Lo mismo sucede con el compromiso por el bien común que sigue sin abarcar a toda la familia humana. Hemos perdido el coraje de ayudarnos unos a otros. Precisamente, el tema de este año con ocasión del Día Internacional de Conmemoración en memoria de las víctimas del Holocausto (27 de enero),  rinde homenaje a quienes pusieron en peligro su vida y la de sus familias para salvar a judíos y otras personas de una muerte segura bajo el régimen nazi. Todas estas historias tiene un hilo conductor común: la compasión por el ser humano, la valentía de salvarlo, la acción incondicional por construir un mundo mejor. Con su ejemplo, estos héroes anónimos, no sólo nos han defendido el futuro, nos legaron la mejor defensa de la especie, la dignidad humana.

            No se trata de volverse sobre sí mismo, sino de interactuar con los demás, y juntos trabajar por hacer la vida más humana. Por desgracia hemos caído en una desconfianza, quizás por tanto desengaño sufrido en propias carnes, que nos impide avanzar. Sería bueno, por consiguiente, activar una cultura basada en nuestros valores compartidos. No es humano, ni tampoco responsable construir un caparazón para proteger a una parte de la humanidad, mientras la otra se hunde en la miseria. A mi juicio, es prioritario forjar un futuro esperanzador que nos aglutine a todos, desde una política globalizada a partir de las muchas experiencias que ya tenemos. Puede que precisemos nuevas maneras de interrelacionarnos e incluso de vivir, con nuestros semejantes y con la propia naturaleza circundante. Puede que también sea menester descubrir de dónde venimos y hacia dónde queremos caminar.

            Por tanto, no podemos degradar a nadie, todos somos imprescindibles, nosotros mismos somos parte de esa hábitat llamado Tierra. A propósito, pienso que puede hacernos un gran bien, potenciar esta visión ética (o estética), con la búsqueda de un sentido transcendente de las cosas. En todo caso, la espiritualidad implica superar el materialismo reinante y avivar una relación más respetuosa con el ser humano. Mientras la economía siga devorando la esencia de la vida continuaremos a la deriva. Seguiremos gastando más dinero en armamento que en programas sociales. Sin duda, resulta detestable esa avaricia de algunos países, que nadando en la abundancia, no hacen nada por al menos transmitir sus conocimientos, para que otros no se ahoguen en la indigencia. Así no se construye el mañana, más bien se destruye.

            Víctor Corcoba Herrero/ Escritor

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