sábado, 8 de junio de 2013

SIN CONCIENCIA SOCIAL NO HAY HUMANIDAD



ALGO MÁS QUE PALABRAS


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Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
corcoba@telefonica.net
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            Vivimos en un mundo de contradicciones. Si dura es el hambre humana, el hambre de alimentos, no menos cruel es la otra hambre, la del alma, la del espíritu. Cuando se pierde el corazón, y nada nos importa nuestra misma especie, es muy difícil modificar actitudes, por muchos llamamientos éticos que nos lancemos los unos hacia los otros. La realidad es la que es para desdicha de todos. Una buena parte de sus moradores derrocha, mientras a otros se les pide que ahorren. El mismo lema del Día Mundial del Medio Ambiente de este año (5 de junio), nos invita a reducir los desechos y las pérdidas de alimentos. Unos desperdician toneladas de comidas, es la paradoja de la abundancia. Otros se mueren de hambre, es la paradoja de la marginalidad y de la exclusión. Estos últimos nada tienen, nada pueden ahorrar. Sin embargo, si es cierto que un sector privilegiado de seres humanos, debería despojarse de sus egoísmos y compartir más; y, sobre todo, pensar en los efectos de este enorme desequilibrio. Verdaderamente, si unos derrochan alimentos, los recursos empleados para producirlos también se malgastan, y todas esas emisiones de gas que surgen del proceso de transformación podrían haberse ahorrado y, por ende, mejoraría el medio ambiente.

            Está visto que los modelos económicos vigentes acarrean este tipo de desórdenes y son, a mi juicio, los verdaderamente responsables. No se entiende que con tantos avances, la desnutrición y el hambre, así como la falta de consideración hacia nuestro propio entorno, sigan ahí arrastrando vidas, mientras el mundo de la opulencia permanece insensible a tanta catástrofe humana. Cuando la humanidad pierde su propia conciencia moral, el caos se sirve en bandeja. Por desgracia, nos movemos en el terreno del absurdo. Estamos rodeados de máquinas que dicen ahorrarnos tiempo y, sin embargo, disponemos de muy escasos momentos para pensar por nosotros mismos, y hasta para poner en práctica nuestro ocio auténtico. Llevamos años reivindicando una alimentación para todos, una educación para todos, una salud para todos, y lejos de acercarnos al objetivo nos alejamos. ¿Qué está pasando, pues? ¿Para qué tanto propósito si después se queda en nada?.  A mi manera de ver, pienso que ha llegado el momento de orientar nuestra vida hacia otros horizontes menos dominadores y más libres, menos interesados y más solidarios humanamente, lo que conlleva el papel central del ser humano, al que no se le puede excluir de nada, ni de nadie. Al fin y al cabo, no somos un objeto de consumo, por más que quiera el mercado imponerlo.

            Es evidente, que la abundancia de unos coexiste con la escasez de otros. La corrupción tan difundida en la vida pública ocasiona este tipo de desajustes. Por eso, hay que realizar opciones valientes, capaces de modificar estructuras injustas. La tenemos con la misma crisis económica actual. Quien hasta este momento ha pagado la mayor factura han sido los pobres. Las clases dominantes, o sea los acaudalados, apenas han visto rebajar sus capitales. Por tanto, cuesta entender que se desaprovechen billones de toneladas de comida, mientras una de cada siete personas del planeta se va a la cama hambrienta e infinidad de niños mueren de hambre cada día. Sin duda, tenemos que aprender con urgencia a encontrar el equilibrio entre lo que somos y lo que queremos ser, entre lo que se produce y lo que se desecha. Aunque determinados  poderes hablan hasta la saciedad de estilos de vida sostenible, esos mismos poderes hacen bien poco o nada, por disminuir el derroche y por hacerles pagar sus costes a los que más tienen que son los únicos que pueden dilapidar.

            Sabemos que el impacto de los desechos alimenticios, sobre todo por parte de los consumidores de los países ricos, es tan fuerte que el medio ambiente es el gran afectado, puesto que supone un importante gasto de agua, tierra, trabajo y capital que inevitablemente favorece el efecto invernadero y, por consiguiente, el calentamiento global y el cambio climático. Indudablemente, no pueden reducir la estela alimentaria quienes no tienen ni lo básico para llevarse a la boca, tendrán que hacerlo aquellos que en verdad lo degradan con sus maneras de producir y gastar. Que page el que más contamina, o sí lo prefieren, el que más irresponsable sea. No podemos seguir con esta sociedad de derroches, a la que tampoco parece importarle los temas ambientales. Hemos llegado a un punto, en que nuestra sociedad ha perdido su conciencia social, con el añadido de que los sabios se dejan dirigir por los mediocres, o sea, por los más necios. Y así, bajo estas vulgares mimbres, va a resultar complicado poder evolucionar en el bienestar común de todo el planeta, que es de lo que se trata.  Realmente no se suele avanzar más allá de los intereses de las naciones más poderosas, teniendo en cuenta, además, que hasta las propias raíces de nuestra vida moral están completamente podridas o adheridas a sistemas e instituciones corruptas.

            Desde luego, sin conciencia social no hay humanidad, no es posible la acción humana si perdemos el valor supremo de las personas. Nos hemos acostumbrado a la exclusión. A valorar al poder, no al pobre. El hecho mismo de prestar ayuda a quien tiene necesidad de ella, el hecho de compartir con los otros los propios bienes, debiera suscitarnos más que lástima, respeto. Por eso, más que entrar en el desarrollo económico hace falta penetrar en el desarrollo humano, en la promoción de la justicia, en el aprecio por la vida en sus dimensiones más profundas. Cuando crece tan dolorosamente la distancia entre pobres y ricos, y el medio ambiente lo trituramos con lenguajes de piedra, es fundamental la formación de una conciencia crítica que nos despierte. El día que nos interesemos los unos por los otros, la sociedad será verdaderamente humana. Por el contrario, produce un inmenso dolor ver que los pobres nos hablan, como también nos habla el hábitat, mientras que distinguidos ciudadanos miran hacia otro lado, el de la buena vida para sí y la de los suyos. Si en verdad pusiésemos el oído del alma en el corazón de las gentes pobres, escucharíamos tantos sollozos que nos faltarían palabras para ir en su ayuda. Sabiendo que no hay nada que nos desespere tanto como no ser comprendidos, podríamos al menos por una vez ejercitar la escucha de aquellos que nos rodean.

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