ALGO MÁS QUE PALABRAS
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Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
corcoba@telefonica.net
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Vivimos en un mundo de
contradicciones. Si dura es el hambre humana, el hambre de alimentos, no menos
cruel es la otra hambre, la del alma, la del espíritu. Cuando se pierde el
corazón, y nada nos importa nuestra misma especie, es muy difícil modificar
actitudes, por muchos llamamientos éticos que nos lancemos los unos hacia los
otros. La realidad es la que es para desdicha de todos. Una buena parte de sus
moradores derrocha, mientras a otros se les pide que ahorren. El mismo lema del
Día Mundial del Medio Ambiente de este año (5 de junio), nos invita a reducir
los desechos y las pérdidas de alimentos. Unos desperdician toneladas de
comidas, es la paradoja de la abundancia. Otros se mueren de hambre, es la
paradoja de la marginalidad y de la exclusión. Estos últimos nada tienen, nada
pueden ahorrar. Sin embargo, si es cierto que un sector privilegiado de seres
humanos, debería despojarse de sus egoísmos y compartir más; y, sobre todo,
pensar en los efectos de este enorme desequilibrio. Verdaderamente, si unos
derrochan alimentos, los recursos empleados para producirlos también se malgastan,
y todas esas emisiones de gas que surgen del proceso de transformación podrían
haberse ahorrado y, por ende, mejoraría el medio ambiente.
Está visto que los modelos
económicos vigentes acarrean este tipo de desórdenes y son, a mi juicio, los verdaderamente
responsables. No se entiende que con tantos avances, la desnutrición y el
hambre, así como la falta de consideración hacia nuestro propio entorno, sigan
ahí arrastrando vidas, mientras el mundo de la opulencia permanece insensible a
tanta catástrofe humana. Cuando la humanidad pierde su propia conciencia moral,
el caos se sirve en bandeja. Por desgracia, nos movemos en el terreno del
absurdo. Estamos rodeados de máquinas que dicen ahorrarnos tiempo y, sin
embargo, disponemos de muy escasos momentos para pensar por nosotros mismos, y
hasta para poner en práctica nuestro ocio auténtico. Llevamos años
reivindicando una alimentación para todos, una educación para todos, una salud
para todos, y lejos de acercarnos al objetivo nos alejamos. ¿Qué está pasando,
pues? ¿Para qué tanto propósito si después se queda en nada?. A mi manera de ver, pienso que ha llegado el
momento de orientar nuestra vida hacia otros horizontes menos dominadores y más
libres, menos interesados y más solidarios humanamente, lo que conlleva el
papel central del ser humano, al que no se le puede excluir de nada, ni de
nadie. Al fin y al cabo, no somos un objeto de consumo, por más que quiera el
mercado imponerlo.
Es evidente, que la abundancia de
unos coexiste con la escasez de otros. La corrupción tan difundida en la vida
pública ocasiona este tipo de desajustes. Por eso, hay que realizar opciones
valientes, capaces de modificar estructuras injustas. La tenemos con la misma
crisis económica actual. Quien hasta este momento ha pagado la mayor factura
han sido los pobres. Las clases dominantes, o sea los acaudalados, apenas han
visto rebajar sus capitales. Por tanto, cuesta entender que se desaprovechen
billones de toneladas de comida, mientras una de cada siete personas del planeta
se va a la cama hambrienta e infinidad de niños mueren de hambre cada día. Sin
duda, tenemos que aprender con urgencia a encontrar el equilibrio entre lo que
somos y lo que queremos ser, entre lo que se produce y lo que se desecha.
Aunque determinados poderes hablan hasta
la saciedad de estilos de vida sostenible, esos mismos poderes hacen bien poco
o nada, por disminuir el derroche y por hacerles pagar sus costes a los que más
tienen que son los únicos que pueden dilapidar.
Sabemos que el impacto de los
desechos alimenticios, sobre todo por parte de los consumidores de los países
ricos, es tan fuerte que el medio ambiente es el gran afectado, puesto que
supone un importante gasto de agua, tierra, trabajo y capital que
inevitablemente favorece el efecto invernadero y, por consiguiente, el
calentamiento global y el cambio climático. Indudablemente, no pueden reducir
la estela alimentaria quienes no tienen ni lo básico para llevarse a la boca,
tendrán que hacerlo aquellos que en verdad lo degradan con sus maneras de
producir y gastar. Que page el que más contamina, o sí lo prefieren, el que más
irresponsable sea. No podemos seguir con esta sociedad de derroches, a la que
tampoco parece importarle los temas ambientales. Hemos llegado a un punto, en
que nuestra sociedad ha perdido su conciencia social, con el añadido de que los
sabios se dejan dirigir por los mediocres, o sea, por los más necios. Y así,
bajo estas vulgares mimbres, va a resultar complicado poder evolucionar en el
bienestar común de todo el planeta, que es de lo que se trata. Realmente no se suele avanzar más allá de los
intereses de las naciones más poderosas, teniendo en cuenta, además, que hasta
las propias raíces de nuestra vida moral están completamente podridas o
adheridas a sistemas e instituciones corruptas.
Desde luego, sin conciencia social
no hay humanidad, no es posible la acción humana si perdemos el valor supremo
de las personas. Nos hemos acostumbrado a la exclusión. A valorar al poder, no
al pobre. El hecho mismo de prestar ayuda a quien tiene necesidad de ella, el
hecho de compartir con los otros los propios bienes, debiera suscitarnos más
que lástima, respeto. Por eso, más que entrar en el desarrollo económico hace
falta penetrar en el desarrollo humano, en la promoción de la justicia, en el
aprecio por la vida en sus dimensiones más profundas. Cuando crece tan
dolorosamente la distancia entre pobres y ricos, y el medio ambiente lo
trituramos con lenguajes de piedra, es fundamental la formación de una
conciencia crítica que nos despierte. El día que nos interesemos los unos por
los otros, la sociedad será verdaderamente humana. Por el contrario, produce un
inmenso dolor ver que los pobres nos hablan, como también nos habla el hábitat,
mientras que distinguidos ciudadanos miran hacia otro lado, el de la buena vida
para sí y la de los suyos. Si en verdad pusiésemos el oído del alma en el
corazón de las gentes pobres, escucharíamos tantos sollozos que nos faltarían
palabras para ir en su ayuda. Sabiendo que no hay nada que nos desespere tanto
como no ser comprendidos, podríamos al menos por una vez ejercitar la escucha
de aquellos que nos rodean.
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